La Cacería.(Relato en dos tiempos)
La madrugada pintaba con rojos, lo que
sería un día de calor más en la selva cercana.
La cueva en que vivía le resguardaba de
los enemigos que acechaban, no importa si estos eran animales, las tempestades
con sus ruidos y luces, el frío o el calor, u otros de su misma especie que
deseaban sus posesiones.
Era la hora en que debía salir a cazar,
la necesidad se había convertido en hábito, y este en sensaciones que le
causaban placer. Gozaba con la persecución, el acecho, la astucia que requería
buscar las huellas que delataran la presa con la que alimentarse.
Era un ciclo completo, comenzaba pronto
por el día con el apresto de las rudimentarias armas, y finalizaba cuando se
estiraba bajo un árbol a hacer la digestión, con el estómago distendido y el
amodorramiento dulce que se sobrevenía.
La
mañana en la ciudad susurraba mensajes inaudibles que despertaban sus deseos
más profundos.
El
piso que habitaba era amplio y confortable, lo había decorado con todo aquello
que le diese bienestar emocional al regreso del trabajo. De lunes a viernes, de
ocho de la mañana a cuatro de la tarde, en un box entre otros dieciséis con un
ventanal que le ofrecía una vista completa del centro comercial. Ocho horas de
intensos discursos manipuladores que intentaban vender etéreos e inmateriales
bienes comerciales.
Los
inversores menores era su coto de caza, territorio donde desplegaba su astucia
y encanto personal para enamorar a quién mantenía en su bolsillo, dinero para
gastar. Era de los pocos que no celebraba una venta cuando se cerraba un trato,
sino que lo hacía cuando la presa caía en las redes y trampas puestas con
dedicado trabajo. Entonces recién hacía festejo por el placer alcanzado en los
preliminares y no por el resultado. En el amor era igual, se detenía en el
deleite del tiempo entre que salía a localizar su próxima conquista y la
llegada al acto sexual liso y llano, pero una vez que debía completar la
acción, su mente escapaba como si poco le importara un orgasmo y el clímax de
su acompañante de turno. El gozo era la caza.
Con los aprestos hechos, se encaminó
olfateando el agreste perfume que las plantas carnosas, sensuales, florecidas
ofrecían a la humedad que se elevaba del rocío matinal. El frescor le llenaba
los pulmones y las hormonas desatadas tensaban sus músculos hasta mostrarse
como una fiera atacando. El olor lejano y sutilmente disfrazado entre los
aromas vegetales, era de un megalocero macho. Esto aseguraba que cerca de él
estaría su harén de hembras pastado pacífica y confiadamente. La experiencia y
los consejos en su juventud por parte del jefe de la tribu, sobre la caza de
animales más grandes que él, le indicaban mucha cautela para distraer al macho
y hacerse a tiro de una hembra. Para eso llevaba un grueso y resistente palo
recto con una piedra afilada y de aristas aserradas, que tendría que meter a
pura fuerza debajo de la paletilla delantera, donde está ubicado el corazón. El
golpe debía ser certero como un cirujano y terrible como la caída de un rayo. A
la vez tendría que cuidar sus espaldas de la cornamenta de más de tres metros
de entre puntas, que podían destrozarle de un solo movimiento. Y estaba solo en
la cacería, no había quién le advirtiera ni le defendiera en caso que el macho
cargara contra él. El olor penetrante del megalocero se hizo intenso a su nariz
sensible, se preparó para la distracción.
Salido
de la ducha, se aplicó una crema hidratante, una base para que los defectos de
su cara se disimularan, se perfumó con una loción que le hacía particularmente
notorio donde estuviese y se acicaló el cabello para un perfecto peinado. Se
vistió con una clásica camisa gris con ribetes negros, pantalón y americana
haciendo juego con el gris de la camisa, una corbata rojo bermellón y los
zapatos negros con punta a la moda. Los accesorios en su correspondiente lugar
distribuido por los bolsillos y las solapas, el bolso de ejecutivo y salió al
garaje a recoger su coche de dos plazas, no necesitaba más que dos, él y el del
acompañante que la suerte echara allí, tanto un amigo, un inversor o una
conquista más que anotar en la agenda. Comenzaba la incursión en la jungla del
comercio de bienes inmateriales. Empezaba la mentira y la apariencia a jugar
sus cartas preferidas. Hoy tras una reunión del equipo, tenía concertada una
cita con la señora Hardoy Green, mujer de un acaudalado inversor a la que
tendría que venderle el mejor paquete del mes, a un precio que decía era
irrisorio, un regalo a la belleza de la dama en cuestión. María de los Ángeles
Hardoy Green era una mujer que se ufanaba de ser una torre irreductible que
sabía jugar con las mismas armas que lo hacía él, la seducción sin que llegase
a nada pero que dejara al contrincante ardiendo de deseos y obnubilado por su
encanto, momento en que sacaba las mejores ganancias para engrosar el capital
mancomunado con su marido. Dejó la reunión y fue a la cita, se haría en un café
de un hotel de lujo. La puesta en escena estaba lista, la cacería comenzaba.
Aparcó el coche y se dirigió con paso firme y resuelto al encuentro.
El macho no era menos que él, le había
olido hacía unos minutos y estaba alerta, su pata delantera derecha arañaba la
tierra en señal de aviso de intruso, pero le engañaba los ungüentos que él se
había echado en el cuerpo, una mezcla de orín de ciervos que antes había dado
caza, produciendo en el megalocero entre atracción y desafío. Al identificar que
el aroma pertenecía a varios ejemplares, optó por buscar una mejor ubicación
detrás de la manada. Él avanzó reptando por las hierbas más altas para no ser
visto, pero esa posición no le daba la fuerza necesaria para asestar el golpe
en el corazón; buscó hacer un rodeo hasta unos árboles corpulentos y así poder
erguirse y prepararse para la carrera final hasta la hembra elegida. El macho
se lo veía inquieto, en cuanto descubriera que era un hombre y no un grupo de
ciervos como él el que acechaba, emprendería una furiosa embestida que acabaría
con la vida el osado. Llegó al primer árbol, pero si se ponía de pie lo vería
con facilidad, esperó y volvió a reptar intentando llegar al próximo tronco.
Este se lo veía grueso como para ocultarlo por completo, el problema radicaba
que estaba solo y sin hierbas que le diesen protección. Pensó como lo haría,
recordó el consejo de un viejo de la tribu, cortar un arbusto y colocarse
detrás de él para que la manada y el macho solo viesen las ramas movidas por el
viento, mientras avanzaba; aun le faltaba elegir la hembra.
María
de los Ángeles vestía de blanco y negro, con sus joyas de platino que le daban
más brillo a su belleza cuidada hasta la exageración. Le indicaron la mesa
donde ella estaba y se dirigió con la mejor y más natural sonrisa que podía
sacar. María de los Ángeles le olió antes que llegara, su perfume era la
tarjeta de presentación, la marca inconfundible que allí estaba él. Tras el
saludo de rigor, besando su mano, se sentó frente a ella con la mirada dirigida
directa a los de ojos de la señora, mantuvieron la pose de dominación por unos
minutos mientras conversaban de trivialidades, el tema de base estaba lejos aún
de ponerse en la mesa, esto era el preliminar, la parte que más disfrutaban
ambos. Escaramuzas, palabras con doble sentido, frases que insinuaban pero que
no declaraban nada, gestos estudiados para agradar y seducir al contrario, un
juego de ajedrez que se presentaba con una posibilidad de llegar a tablas al
final, ninguno cedía las piezas claves, los peones caían uno a uno y la reina
seguía completamente aislada, protegida por sus vasallos. El tiempo se les
escapaba y eran conscientes que a pesar de estar deleitándose en el juego,
había un motivo y una meta que alcanzar. Él quería que invirtiera en su
cartera, ella no lo haría si no había garantías de ganancias dentro de lo que
consideraba beneficioso. Entonces él cambió de la estrategia de protegerse a la
de víctima dejando que fuera ella la que se expusiera. Ahora solo quedaba
esperar y elegir el momento de atacar.
Miró detenidamente la manada y localizó
una hembra que estaba sola pastando a la izquierda del grupo; el macho al fondo
parecía de le podía ver y para atacarle debería cruzar entre las ciervas lo que
le daría bastante tiempo de acción. Se parapetó detrás del robusto árbol,
revisó la lanza que estuviese lista para el golpe. Pasó su mano por el palo
corto con piedras afiladas en la punta que llevaba colgado en la espalda, se aseguraba
instintivamente estar listo.
Ella
mencionó al pasar su agenda de compromisos y él vio la oportunidad, le dijo que
tenía un buen bocado para su bolsillo, que se lo ofrecería como homenaje a su
belleza inigualable, de puro enamorado que se sentía en ese preciso momento. Ella
recibió el elogio con una sonrisa de incredulidad, la que él tomó para explicar
sus intenciones de modo más explícito, iba a por su corazón, a conmoverla y que
su gesto de desconfianza se convirtiese en algo más blando y accesible. Ella respondió
con frialdad pero dejando entender que el juego le agradaba, mostró por primera
vez su lado femenino. Él atacó sin piedad la vacilación.
Dejó caer las ramas que le cubrían,
aferró la lanza con ambas manos, encorvó el cuerpo y salió a la carrera en
línea recta a la hembra solitaria. El macho dio un respingo y como primera
reacción hizo un par de metros en sentido contrario al atacante, se detuvo como
reflexionando y giró media vuelta para enfrentarle. El grupo comenzó a
dispersarse en todas direcciones cortándole el camino al megalocero que
intentaba emprender una acometida. Ante la espantada la hembra se equivocó de
dirección para escapar y fue en la misma línea que seguía él a acorrer,
acortando el tiempo de reacción: él puso su mirada en el punto en que debía
entrar su lanza.
Le dijo
que esa no era una cita de negocios, que lo que le ofrecía era un tributo, un
obsequio, que era mucho más valioso que un ramo de flores y más adecuado a sus
gustos, un fondo inmaterial no se luciría en una fiesta como un diamante, pero
daba la seguridad y el crédito suficiente como para adquirir más de una joya
que hacer brillar en su cuerpo. Le propuso que aceptara invertir y que él sería
su esclavo financiero, que sus sentimientos no los podía dejar fuera del ámbito
en que los dos se movían. Ella bajó sus defensas y se dejó acariciar por las
palabras y las intenciones que él le declaraba, su imaginación hizo que abriese
no solo su corazón, sino también sus piernas y suavemente pasó sus dedos por su
pubis. Él advirtió lo que le provocaban sus avances y lanzó la estocada final
comparando los placeres sensuales con el del dinero ganado; ella repasó el
borde del encaje de sus bragas y le miró ardiente. Había llegado a su punto
exacto de deleite.
El encontronazo entre la punta de la
lanza penetrando el cuero, los músculos y al fin el corazón, le derribó y la
hembra pasó por encima de él cayendo muerta dos metros delante. Ahora era
momento de olvidarse de lo conseguido y ocuparse de salvarse del embiste de las
aspas del megalocero que estaban a escasos diez metros de su cuerpo tendido. No
tenía tiempo de incorporarse, esperó que las puntas afiladas de los cuernos
estuviesen casi rozando su ropa y… rodó sobre sí mismo al tiempo que la
cornamenta se clavaba en la tierra blanda de la pastura. El enorme animal
recibió el golpe contra el suelo con aturdimiento momentáneo, para cuando se
recuperó, él se había puesto de pie y corría hacia la arboleda que le protegería.
El megalocero intentó perseguirle, pero los efectos del tremendo golpe que
recibiese le desorientaba, temió que en ese estado fuese atacado y emprendió
una alocada carrera huyendo del lugar. Su instinto le decía que debía ponerse a
cierta distancia para reiniciar un contrataque, pero él ya estaba arriba en la
copa de un árbol y el animal desistió de su idea. Dio media vuelta y corrió
hacia donde la manada intentaba reagruparse. La presa estaba muerta y solo quedaba
desollarla para llevarse las mejores partes para comer ese día.
Él extrajo
de su bolsillo un pequeñísimo paquete y se lo extendió hasta su mano. Ella lo
abrió en silencio, sus ojos se abrieron con una expresión de sorpresa y agradecimiento
por el gesto, un minúsculo pin con el logo de la empresa en oro y con un
brillante en el centro, brillaba desde dentro de la cajita decorada. Le miró a
los ojos y le dio las gracias. Él pensó en la parte de sus ganancias inmediata
que había costado el regalo y se conformó con la inversión que le daría mucho
más con el tiempo. Ella le dijo que había sido un hermoso obsequio y sacó una
pluma de oro de su bolso de Luis Vuittón y se la mostró en señal que estaba
dispuesta a firmar. Él sacó de su bolso de ejecutivo cuatro hojas mecanografiadas
y las puso en la mesa, como dejándole la opción de tomarlas o no, para la
firma. Hasta último momento intentó hacerle ver que no le obligaba en nada. Ella
firmó y le devolvió el documento. Le dijo si esa sería la única vez que se
encontrarían, dejando que él decidiera el destino de su nueva relación. Él sin
bajar su mirada le dijo que le daba la opción de cenar la semana siguiente o de
comer un plato especial que él guisaba, en su piso el sábado siguiente. Ella dijo
que le encantaba la comida casera. La cita estaba establecida. Se despidieron
con gestos muy amables pero sin hacer notar ningún otro sentimiento y ocultando
las emociones que se guardaban para ese próximo fin de semana.
Llegó a la cueva, preparó parte de la
carne y comió. Luego se recostó bajo el árbol frondoso y mientras se
adormilaba, pensó en el placer de la caza realizada esa mañana, se sintió muy
bien y el orgullo de sus logros le inundó el alma.
A las
siete de la tarde hizo el informe de la nueva inversión contratada con los
documentos firmados por María de los Ángeles Hardoy Green, y se retiró a su
piso. Una vez que estuvo allí, en su territorio, se quitó la americana y la
corbata, se sirvió una copa generosa de whisky, encendió un habano cubano y se
dejó engullir por el mullido sillón de piel. Pensó en el plato que prepararía
el sábado, imaginó los sabores, los olores y todos los preliminares para una
noche de buena cama. Se sintió orgulloso de sí mismo.
La cacería había terminado. El placer
obtenido y disfrutado. El premio al esfuerzo hecho ya lo tenía. Lo que quedaba
eran restos y consecuencias de lo realizado. Volvería por más carne cuando necesitase en los próximos días. Se acostaría
con su cliente más de una vez, cada vez que ella lo deseara, pero eso no le
importaba, ya no era lo que buscaba.
En la especie humana, el hombre ha sido
un cazador experimentado. En su recuerdo genético el placer de la caza no ha
desaparecido.
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Recuerda: cada vez que no comentas una de mis notas, Dios se ve obligado a matar un gatito. Campaña contra el maltrato animal.