La Mascota
Él tiene
60 años y ella 40, él los cumple en noviembre y ella en diciembre.
Él podría
ser su padre y ella la hija.
Pero quiso
el amor anidar en dos corazones con diferencia de 20 años de diferencia y se
amaron.
Ella venía
de una relación apática, sin sabores, incolora para sus afanes y sueños.
Él de
una pareja que le traumó con su inestabilidad emocional y la discusión sin
sentido como medio de comunicación, llevaba encima todos los sueños rotos.
Ella se
sometió a una rutina que le quitó el habla y hasta su existencia real; se creyó
invisible.
Él se
sometió al martirio por no abandonar a sus hijos en temprana edad, estaba
dominado por el miedo.
Ella dijo
que al encontrar a él, sus sueños revivieron.
Él dijo
que al encontrar a ella, sus sueños se hicieron realidad.
La que
era dominada desplegó sus alas y voló. Voló del lado de su primer matrimonio y
desplegó sus alas entumecidas de no ser lo que eran.
El que
tenía miedo recuperó su estima y voló. Voló del lado de su única torturadora y
pudo ser él mismo como lo fue antes, renació.
La paz
y la armonía reinaron por igual, el disenso desapareció al poco tiempo de
conocerse, el sometimiento a las reglas que les obligaban se rompió.
Ella fue
un paso más allá y se erigió en la capitana del barco, juró que no naufragaría
por más tempestades que arreciaran el puesto de mando.
Él dejó
hacer, la vida conseguida tras su personal tormenta era más que recompensa para
sus necesidades. La acompañó en las dificultades, pero siempre como consejero.
Ella amotinada
tomó el puesto libre y mandó.
Él consecuente
con sus años dejó que la sangre joven dirigiera.
Ella ejerció
control exhaustivo sobre cada acción, nada pasaba sin su supervisión, sin
imponerse por presencia, hacía sugerencias que terminaban en órdenes cumplidas.
Él se
acomodó a las nuevas exigencias y tomó lo sugerido como parte tácita de convivencia,
aunque sin contrato trabajó su lugar de segundón con el solo afán de estar
tranquilo.
Los años
de sometido bajo un régimen de terror, salieron a relucir en forma de obsecuencia
acordada por ambas partes, sin que hubiese una comunicación que intermediara. Los
gestos fueron suficientes para la firma y aceptación del pacto.
Ella estuvo
feliz de poder hacer lo que más deseaba sin la presión de rendir cuentas.
Él se
sintió feliz compartiendo desde un rincón, los aciertos de ella; como también
estuvo consolador cuando los fracasos llegaron a su amada.
Eran la
envidia de sus amistades, todos querían tener matrimonios como el de ellos,
arriesgaron a un sentimiento y la fortuna les sonrió; se protegían mutuamente y
no había poder que pudiese con su alianza; hasta cuando hablaban, uno comenzaba
la frase y el otro la finalizaba.
Decían
las lenguas vecinas que tal cómo eran entre sus amistades, también lo eran en
la intimidad, la perfección al fin se volvía a ver en el mundo.
Sus viajes,
sus salidas, sus compromisos, las compras, hasta la más insignificante la
hacían juntos, ella elegía, pagaba y él asentía.
No se
sabía de un matrimonio más igual en gustos y aficiones.
Él estaba
continuamente ocupado en servirle.
Ella pasaba
sus días haciendo para el bien común.
Ninguna
nube se atrevía a asomarse a su horizonte acordado.
Ella era
perfeccionista hasta en la disposición de las cucharillas de café en el lugar
de la cubertería, las pequeñas en un lado con la parte cóncava hacia abajo, las
de té en otro sitio con igual posición, las de postre al lado de los
complementos para tal fin.
Él ordenaba
todos los días los platos en la mesa tal cómo ella lo deseaba y se enorgullecía
de hacerlo bien.
Ella
hacía la lista de compras preguntándole por sus propias necesidades.
Él cargaba
la compra en el carro o en el coche y conducía, cuando ella no podía hacerlo.
Nadie podía
levantar sospechas sobre la relación estable y armónica que llevaban hacía ya
diez años.
Se mordían
la lengua aquellos que apostaron por una efímera pareja, con eso de la diferencia
de edad, lo de las distancias en el habla y las costumbres, ni con los celos
entre los hijos de ella y los de él, pudieron decir algo; todos maduros
supieron aceptar de buen grado el padrastro y la madrastra sin objetar nada,
solo se les oía decir que eran felices y con eso les bastaba.
Pero sabéis
como soy, un “Buscavidas”, un “Meterete en vidas ajenas”, un “Cotilla”, o como
es gusta decir a mis vecinas, que soy uno de esos que no tiene existencia
propia y por ello debe ocuparse de las de los demás.
Pues sí,
soy un Buscavidas, de hecho estoy seguro que usted qué me lee, debe tener algo
que ocultar, pero lo que me importa ahora es esta pareja ideal.
Me hice
amigo de ella, por eso de la afinidad de mi lado femenino tan evidente.
Al comienzo
fue un “Hola, buenos días” y de allí no pasábamos.
Cierto
día ella salió a hacer una compra de esas que se hacen a ultimísima hora,
cuando la reja del super va bajando. Yo me encontraba aún dentro, comentando
con la cajera sobre un robo que hubo en el barrio y apareció toda apurada,
sonrojada por llegar en el momento del cierre. Fue rápidamente a la góndola de
las carnes y se acercó a la caja.
¡Cuál
habrás sido la sorpresa, cuando vio que no llevaba la cartera!
Había ido
sin dinero y la compra superaba los 15 euros.
Indecisa
miró a un lado y otro, la reja bajaba indefectiblemente y no tendría una
oportunidad de retornar por la mercadería. Yo me ofrecí galantemente a pagar lo
que llevase y le dije:
- ¡Pero
querida! ¿Para qué están los vecinos? Yo lo pago y luego, cuando puedas, me lo
devuelves.
Ella suspiró
por el ofrecimiento y con un poco de resistencia, más las palabras que se dicen
en esos casos, se fue prometiendo darme el coste de la carne esa misma tarde.
Tal como
dijo a la hora de la siesta vino con el dinero; entró en el recibidor y
conversamos un poco de esto y aquello; de allí nació una especie de
amistad-vecinal de la que me aproveché.
Sí, lo
digo con todas las letras, me aproveché de su disposición a hablar y entre una
cosa y otra, entramos en confianza.
A los
dos meses yo no podía estarme quieto por averiguar cómo les iba en ese
matrimonio tan perfecto.
No soltó
una palabra de más, fue una tumba, cerrada y muda, con suma sutileza evitó
hablar de ellos.
Como no
quedé conforme me auto-invité a beber una cerveza en esos días tan cálidos, y
ella aceptó recibirme.
Me
abrió la puerta y me hizo pasar a un coqueto recibidor; luego de los saludos de
cortesía indicó que podíamos ir a una terracita muy mona que tiene.
Me acomodé
un sillón muy mullido y ella en otro.
Pasó el
tiempo entre chismes y cuentos que corrían por el barrio.
La limonada
exquisita que había servido se había acabado, por lo que elevo una octava su
voz y le dijo a su marido (al que no me había presentado aún) que nos sirviese
más de la bebida.
Pocas veces
han visto mis ojos algo por el estilo.
Quedé mudo;
mi mirada iba de ella a él y viceversa.
Él se
presentó a sí mismo y nos dejó la jarra con la limonada, todo con un garbo y
una disposición de alabar.
Sin embargo
mi asombro era tal, y se reflejaba en mi rostro sin ninguna vergüenza, que ella
no tuvo más remedio que darme una escueta explicación. De allí en más comprendí
el meollo de su felicidad.
Me dijo
casi sonrojándose:
- Es mi
marido. Pero es mi mascota, él está contento con su posición y así vivimos los
dos muy felices y cómodos.
Cuando
él llegó con la bebida, vestía con unos pantaloncitos color marrón con manchas
blancas, una camisa del mismo estilo, en sus pies tenía puesto un par de
pantuflas que semejaban garras de animal, llevaba mitones en las manos y lo que
más me dejó de piedra, fue la cadena con la placa de identificación que colgaba
de su cuello.
Al irse
lo seguí con la mirada y se fue… a una caseta que está al lado del hogar de
leña.
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