Detrás de la cortina americana (Relato para mayores de 16 años)
Por la
mañana.
Recién
despierto, mis ojos lucían lacrimosos; las telarañas de sueños eróticos
mantenían en vilo mis más bajos instintos; mientras la sangre incrédula aún, no
cejaba en su afán de alimentar la entrepierna produciendo la consabida erección
matinal.
Tambaleante
y baboso, la lengua rasposa y el aliento a caballo muerto; los pelos inundando
mi cara dificultando más mi alterada visión, que ya se debatía entre lo onírico
y lo físico, lo que menos necesitaba era el aditamento piloso, que me nublase
aún más el horizonte.
Arribé
a la sala como lo haría un pesado avión de cargas, panzón y sin gracia; o tal
vez como lo hacen los pelícanos, esos seres desproporcionados que no sabes cómo
es que vuelan, y que sin embargo con sus alitas logran sacar su tremendo picazo
y rechoncho cuerpo del agua, elevándolo por los aires para además migrar. Con
esas similitudes me arrimé al sofá y abrí la persiana americana, esa de
tirillas de madera que a las tardes otoñales dan tan cálido aspecto, opacando y
transformando mis miserias en armoniosas partículas decorativas de un ambiente
dorado.
El mar
tranquilo, de azul casi monótono, apenas parecía vivo si no fuera por algunas olitas
brillantinas por aquí y allá. El horizonte límpido, una línea absoluta, neta y
terminante que gritaba, ¡aquí yo y allí tú!
El
paseo con muy pocos visitantes; el bar con pocos parroquianos; la carretera con
casi ningún vehículo.
Y la
obra lindante.
Comenzó
hace unos meses, se han instalado para reparar el frente y sus balcones, con
los hierros carcomidos por la sal del mar que con todo puede; la que tanto
derriba barcos olvidados en orillas ignotas, como también derrumba edificios
perdidos durante inviernos.
Los eternos,
vacíos, fantasmas gigantes erguidos de cara al mar, como esfinges amenazantes
de una raza menor y poderosa, que llega cada verano para serpentear por ellos
como si de hormigueros se tratara, con gritos, jadeos, saltos y contorciones,
invadiendo cada rincón, vociferando como posesos, creyéndose los amos del
universo, centro de toda vida, dioses inmortales, criaturas bendecidas para ser
y estar más allá de todo, trascendiendo al mismo éter, con sus vestidos
multicolores y ridículos, con sus grasas y miserias expuestas. Estos son los
que se identifican como los humanos en plan de turismo veraniego. Exultantes,
desinhibidos, alegres por demás, la verdadera esencia de los amos de la Tierra.
Y la
obra es para mejorar la vivienda-hormiguero de primera línea de playa, de esta
especie trashumante que se autoflagela cuarenta y cuatro lunas encerrados en
una oficina; o una labor que odia, para luego pasar cuatro lunas más entre
gente que sigue odiando para no perder el ritmo de su eterno sacrificio ni
autoflagelación.
Al
girar el tornillo al final del palillo, que sirve para que se abran las
tirillas de madera de mi cortina americana, pude ver que un espectacular camión
de chiquicientas ruedas, con infinitas pulgadas de presión por centímetro
cuadrado. Al mando va un rubicundo hijo de las planicies del Marruecos
septentrional, el vehículo se acercaba a paso de hombre (de hombre poco apresurado)
en dirección a la obra.
Este
artefacto salido del ingenio febril de un plantel de ingeniosos hombres con
títulos de ingenieros, tenía un morro chato con una cabina alta, desde donde el
hijo de las dunas podía ver perfectamente hacia adelante como hacia atrás. Un
motor poderoso barritaba cual manada de elefantes furiosos debajo del mismísimo
culo del marroquí, echando humos oscuros por el ojete del tubo de escape que se
elevaba casi a la misma altura de la ventana de mi piso. Desde allí podía ver
como una plaquilla redonda, de igual diámetro que el ojete del tubo, y asida de
este por una pequeña bisagra, subía y bajaba según salía o no, humo negro. Tan
negro como la aguda mirada del conductor moro. Imaginé rápidamente: “Esto es
para los días de lluvia, así no entra agua al tubo de escape, soy tan
inteligente como los ingeniosos ingenieros del ingenio”.
Mi
sangre no abandonaba aún su impertinente deseo de bombear sobre la vena bulbo
uretral; mientras el camión se desplazó lentamente en dos o tres maniobras,
hasta quedar frente a los obreros de la obra subidos a sus andamios metálicos y
deslizables.
En su
parte trasera, el vehículo llevaba un bulto similar a un gran atado de algo; o
para dar una imagen más clara, es como si una gran, pero gran cabeza de ajos,
hubiese sido envuelta en arpillera color amarillo muy pálido, amarillo pastel,
y rematado el atado con un cordel grueso y una anilla. Dentro de él, era un
enorme misterio lo que se encerraba; y sí bien el peso que parecía tener era
considerable, el volumen no le iba lejos tampoco.
Entonces
ocurrió.
Mis
ojos se dilataron, y así como saltan los cristales de la escarcha cuando uno le
golpea con una piedra, o como se rompe en mil pedazos un trozo de caramelo al
ser pisado, mis legañas y otras porquerías fueron expulsadas de los alrededores
de ellos para aumentar la visión que se desarrollaba abajo. Tal así, era la
necesidad de ver lo que estaba ocurriendo.
Mi
boca se abrió en una gran O.
La
mandíbula cayó inerte.
El
camión con el magrebí como amo del ingenio, vomitó toneladas de humo negro como
sus ensortijados cabellos, y barritó como todos los elefantes juntos.
África
tembló.
La
plaquilla que cerraba el ojete del tubo, se transformó en una castañuela que
saludaba las nubes, y pensé por un momento que se desprendería del todo.
Hubo
una nueva embestida de sangre en la vena dorsal profunda de mi pene.
Mis
manos se abrieron como si así fuese a captar mejor la escena.
El
árabe movió palancas, apretó pedales, sus rizos tremolaron. Tras el espectáculo
de furia, del camión salieron de la nada cuatro enormes patas articuladas que
se posaron en tierra, dando el primer paso a la transformación.
El
deseo motivado por el fluir de líquidos hidráulicos en mangueras que se
hinchaban, ensanchó los conductos sanguíneos y la bragueta dio un salto
abriéndose como una ventana al mar.
Llegó
entonces la apoteosis; detrás de la cabina del amo rifeño, se desperezó un
brazo que fue extendiéndose en tres tramos al igual que uno humano; y con
idéntica gracia dio todo un giro alrededor del camión como cerciorándose que
todo estuviese en su sitio, y se dirigió directa, precisa, decididamente al
gran ajo. Le enganchó en el anillo y con un paso de ballet maravilloso tensó todos
los arneses. El ajo había quedado suspendido a tan solo medio metro de donde
estaba posado anteriormente.
Los
ojos se me nublaron de éxtasis prematuro.
Había
sido testigo del primer acto de un ingenio increíble, y era un afortunado por
haber podido estar frente a lo que se consideraba un secreto y una fantasía del
cine.
Fascinado
tuve una polución inconsciente de pura alegría.
En mi
mente solo resonaba una frase:
“Los Transformers
existen.”
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