El primer pacto.


Transito la segunda década del siglo veintiuno.
Estoy en una terraza de un restaurante en la costa del Mediterráneo, con él observando de modo pacífico desde su posición de todos los veranos; a veces me parece que es un gran animal en espera de la presa predilecta, pero es evidente que esta no está entre los veraneantes, sino en el invierno, pues es cuando despierta y arremete contra los espigones golpeando y enfurecido reclama algo que aún no comprendo que es. Le observado en sus muchas expresiones; después de Navidades, como si extrañase algún rito olvidado por el ser humano, él viene hasta aquí y embiste con toda sus fuerzas rugiendo y lanzando rocas sobre el paseo marítimo, como niño enojado con un berrinche temprano que se siente frustrado por el regalo que no ha recibido.


Los cielos se arremolinan, el viento sopla con fiereza, las nubes bajan sus colgajos en forma de tifones lejanos y los rayos se aproximan, mientras las olas crecen desde el horizonte, verdes oscuras, amenazantes con sus espumarajos blancos en las crestas, hasta explotar en las piedras que el hombre ha dispuesto para defenderse.



Día tras día enfurecido reclama y luego se apacigua; la primavera llega poniendo paz sobre la tierra y el verano trae nuevamente la ola humana que llega con sus estúpidas modas, para refrescarse de sus ciudades de cemento y acero, mientras él regresa a su estado de tranquila y expectante calma.
Solo los que vivimos aquí todo el año sabemos de sus arranques de furia insospechadas, de su carácter indomable que guarda debajo de esa aparente manta de amable y pacífica mansedumbre que demuestra.
Mi posición me permite ver a cuanto ser humano transita por el paseo. Los niños con sus patinetes de colores y luces, los jóvenes que no paran de fotografiar cuanto cartel absurdo hallan en el camino, los adultos que siguen la vieja tradición de llevar a sus vacaciones los conflictos de todo un año para dilucidarlos en una charla de verano, los viejos que sacan sus artrosis a pasear en el peor de los climas para luego decir que el aire del mar les benéfica.
Un niño apunta su lápiz laser sobre mi camiseta negra y estallan mil colores; otro pasa raudo con su bicicleta eléctrica repleto de leds multicolores, una decena compite por cual saca el mejor selfie de la temporada con sus móviles de última generación, las zapatillas brillan en el anochecer, los coches se deslizan casi sin hacer un solo ruido, el deporte es necesario y ves ciento practicando running con sus camisetas y calzas fluorescentes, las parejas en las mesas tienen en su mesas los cubiertos, las servilletas y los móviles o las tabletas encendidas con las que están comunicados permanentemente con sus familiares y amigos en todas partes del mundo. Oyes cientos de idiomas a tu alrededor, las fronteras casi no existen en esta Europa unida.
Mi plato de sardinas recién pescadas en la zona acompañadas de lechugas variadas de un huerto ecológico y aderezadas con aceite de oliva puro y vinagre de vino de jerez, han sido un plato exquisito maridado con un vino blanco muy frío de una bodega de los Pirineos. La boca agradece el manjar y da alegría a mi corazón como para que vea con mayor optimismo el paisaje ante mí expuesto.
Las jóvenes parejas han sacado a sus vástagos recién nacidos a la brisa amable del mar y es común ver que sean mellizos o gemelos las pariciones de esta época. Generalmente el hombre quién empuja el carro con los niños y la mujer a un lado cuidando de la cría con gestos amorosos, pero que son hacia ellos y poco hacia su hombre.
Se ven pocas parejas de la mano, esto está más reservado para los mayores de cuarenta años. A ellos sí les ves de la mano, mientras que a los de menos edad les observas en mundos distantes y considero que la sociedad les ha llevado a eso con sus exigencias.
El amor es algo incomprensible a pesar de los milenios que lleva el ser humano sobre la Tierra, no ha descubierto aun sus milagros y secretos, sigue deambulando su laberíntico proceso sin guía, sin norte y a pura intuición.
Pero hay algo en el común de esta masa que veo, un denominador que les identifica como pertenecientes a una misma especie con una misma meta.
Es absolutamente notorio en cada uno de sus gestos, en sus miradas, en sus actitudes, en su vestir, incluso se ve en su preparación en la infancia por parte de sus padres y adultos. Todos llevan en sí una misma marca, un mismo norte, una misma señal: la de reproducirse, multiplicarse.
Entonces desde mi humilde puesto de observación me viene necesariamente la pregunta: ¿por qué? ¿qué necesidad hay de tener solo esa meta por encima de otras hasta más nobles?
Porque no podemos dudar que a estas alturas de la supuesta evolución del ser humano debería haber metas superiores que las de la reproducción lisa y llana; hemos avanzado en ciencias, tecnología, filosofía, humanidades, hemos llegado al espacio exterior, indagado en las profundidades de los mares y hasta en el más recóndito rincón más allá de la materia suponiendo estados que ni siquiera sabemos que existen, pero que comprobaremos; entonces: ¿por qué seguimos con la primitiva finalidad de multiplicarnos?
La copa de vino se ha vaciado y me dispongo a volver a llenarla cuando un flash inunda por una milésima de segundo todo el entorno, es que alguien ha sacado una fotografía desde su cámara que lleva en el casco mientras viaja a quince kilómetros por hora en su monopatín eléctrico. Es el mismo momento en que entra un mensaje de uno de mis hijos que se encuentra a once mil kilómetros de distancia preguntándome como se hace para que la paella de mariscos salga jugosa. Conexión inmediata global.
Tras contestar y recuperarme del flash, disfruto del primer sorbo de la copa de vino helado y saco un cigarro de la cajetilla. Busco el encendedor electrónico, una chispa diminuta y me acomodo para que el viento marino no incomode que se encienda el fuego, haciendo un hueco con mi mano izquierda. 
Está anocheciendo.
La llama se enciende.


Y de pronto me maravillo.
He encendido un fuego en el hueco de mi mano contra el viento, protegiéndolo con mi cuerpo; la llama vive, calienta mi piel; trepida, es hermosa, me enamora por unos segundos.
Estoy asombrado. Algo de muy lejos en el tiempo ha llegado hasta mí; es el primer fuego que el ser humano encendió y que fue tan importante que quedó en la memoria genética de toda la especie.
Han pasado más de tres millones de años, tal más o quizás menos, nadie puede precisar hoy cuando fue, pero sí puedo decir con seguridad que fue tan trascendental que ha quedado gravado en cada uno de nosotros.
Miro la llama que baila trémula en la palma de mi mano y mi mente recuerda… veo una cueva, piedras ennegrecidas, humo acre, calor en medio de un medio húmedo y la maravilla que ha aparecido como por arte de magia: el fuego. Siento el asombro en la piel de aquellos abuelos ante la primera dominación, era la primera conquista, el ser humano tenía bajo su poder algo que resultaba imposible para el resto de las especies. Ningún animal podía hacer lo que había hecho él; apoderarse de la fuerza que era capaz de destruir la árbol, de espantar a las fieras más grandes, de doblegar al frío que mataba.
Era el sumo poder y estaba en las manos rústicas de un ser humano.
Mis recuerdos se mezclan y regreso a mi adolescencia, cuando mi abuela me llevó a ver 2001 Odisea del Espacio, la película de Stanley Kubrick y Arthur C. Clarck; el comienzo plantea que un mono adquiere consciencia de poder cuando descubre que un hueso es posible usarlo como arma y este es una herramienta de poder. Ahora disiento; fue el fuego la herramienta de poder antes que cualquier arma. El fuego pactó con el ser humano darle calor y sus virtudes a cambio de tomar en la sociedad que surgiría un lugar de preponderancia.


Y alrededor del fuego se sentó la familia.
Y alrededor del fuego se hizo el pacto.
Y alrededor del fuego se concibieron los conjuros.
Y alrededor del fuego se consumaron los sacrificios.
Y fue el fuego el arma de destrucción para la dominación.
Y fue el fuego el que ardió para la concepción de las estrategias.
Y el ser humano amó el poder y necesitó dominar.
Y para dominar necesitó ser numeroso.
Y para ser numeroso tuvo que multiplicarse y lo ordenó: “Creced y multiplicaos”, e inventó la orden y la religión que le diera marco al fuego.
El ser humano obedeció y cumplió el pacto con el fuego.  Cada vez que enciende una cerilla, una brasa se aviva y se convierte en llama, un mechero inflama el gas y aparece la llama que encenderá el cigarro o la ignición de un misil de guerra le hace despegar con su destino de muerte, el convenio se cumple. El poder reclamado es dado, el sacrificio es ofrendado y el ciclo sigue rodando.
Tomo mi copa y apuro el último tramo del elixir de una uva crecida entre pizarra y arenas gruesas, con vientos del este, secos e implacables, entre brumas matinales que retrasaron su madurez y entre tanto sufrimiento la piel se hizo gruesa de color y sabores ricos que luego dejó en el caldo durante la maduración de un año en botellas. Aromas a sulfuros, con tierras remotas, acideces de esfuerzos de una vid que contra toda inclemencia dio su fruto a la Tierra.
Esa Tierra que es nuestra Madre amorosa, protectora, con su manto de aguas ocultando los fuegos de un interior terrible para que no nos dañe.
Es entonces cuando pienso que el fuego no es de aquí, no es querido por la Madre Tierra, como no lo es el ánimo de poder que el ser humano pactó con él.



Ahora comprendo algunas leyes que se escapan a nuestras entendederas.
Ahora comprendo que reclama el mar.
Lástima que pocos lo podrán hacer como lo siento. Porque esto es puro sentimiento, imposible de conceptualizar, de poner en letras, de explicar para que sea legible y es que no hay leyes físicas en que apoyar una teoría, solo percepción romántica y poética que se le puede ocurrir a un escritor, un día de verano sentado en una terraza del Mediterráneo.







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