Una cita en los ‘70



Pero, que buscaba en ella?
Sus ojos, enormes, casi podría decir que se salían de sus órbitas, eran dos bolas de billar con un engarce de una esmeralda ornada en oro en su centro y una red casi invisible de venillas rojas que hacían que pareciera que permanentemente estuviese al punto del llanto. Hacía a este efecto una excesiva humedad ocular y los párpados a un cuarto de su recorrido.
Una mirada con un bello aire de nostalgia,
Pero sus ojos no eran todo.

Una larga cabellera de un indeciso rubio que se mantenía liso a base de innumerables pasadas de las promocionadas “planchitas” que la moda obligaba a tener en cada hogar donde habitaba una adolescente y/o adulta soltera que se preciara de ser apetecible presa de caza mayor de discoteca.

Las tribus se insinuaban solamente; no estaban tan definidas como lo están actualmente y eso hacía que los lugares de reunión fuesen coto de caza comunitario y no selectivo como lo son ahora.
Había en su melena algo de extraña rebeldía en el acabado de las puntas, digamos que se veía como un adelanto del punk, pero no destacado aún.
Sus pechos, bien desarrollados y ayudados a que se mostraran en su exuberancia oculta, mostraban lo prohibido a lo que se podía acceder tras largas transacciones evidentes; pues si bien los contornos se definían con claridad no estaban presentes los apetecibles y buenos indicadores de temperatura interna: los pezones. Ellos, bien a resguardo tras varias capas dormían la espera de la mano atrevida que llegaría en el momento que su ama decidiera que el sapo se convirtiera en el Príncipe Azul y pudiese penetrar en las laberínticas prendas que portaba. Que de por sí merecen todo un tratado aparte.

La cintura se estrechaba considerablemente mostrando que la proporción de reloj de arena se cumplía y así también aquello que si de buenos pechos hay, buenas caderas también, por lo tanto, buena madre y parturienta para prolongar la especie. Vieja regla de tener en cuentas cuando se buscaba mujer en épocas de María Castaña, donde el hombre llevaba el “enorme peso” de procrear y la mujer era solo el envase de la maravillosa simiente que el ser superior plantaba en su hueco.  
Sus piernas se insinuaban de buenas carnes, pero siempre enfundadas en pantalones o faldas largas que le cubrían hasta el tobillo; dejaban estas a la imaginación del sexo opuesto la totalidad de las posibilidades, que iban desde las más perfectas e imitando a las de la gloriosa Marilyn hasta las de una muy cercana hermana de la otra famosa, la Mona Chita obligada a la depilación diaria so pena de erosionar las manos más curtidas de los mineros de cobre del Sur de Chile o los curtidores de pieles de Yak de la Mongolia desaparecida.  Pero por lo que los tejanos dejaban visualizar, siendo estos ajustados como lo imponía el señor Levis y su socio el señor Strauss o el viejo montañés de Rangler, la silueta denotaba ser armoniosa y deleitable. Como esos afiches antiguos de señoritas embutidas en sus vaqueros, mirando el sol ponerse y a contraluz su imagen recortada hacía que se cayeran babas de varias escalas de edades varoniles.
Pero tengo una manía, nada de lo que he descrito es mi preferencia en el momento de mirar una mujer. No señores y señoras (con mayor razón).
Mis puntos de análisis son dos y son los que a mi saber y entender, que bien puede ser puesto en dudas en todo momento y lugar, las manos y la boca. Explicaré el porqué de estos dos lugares físicos, que de hecho no suelen ser los más comunes.
Las manos, por más cuidados que se le proporcionen, tienen la maldita costumbre de delatar con mucha mayor precisión dos características de la mujer que suele ocultar, edad y profesión. La Vanidad esa hija del Ego no deja al ser humano descansar en paz desde que este se despertó un día y vio a su vecino con un garrote más grande que el que él tenía, de allí el maldito Ego parió a la Vanidad y esta se hizo gran amiga en especial, de la mujer. Pero parece que no pudo hacer mucho con las inquietas manos; estas se rebelaron a pesar de cremas, lociones, ungüentos, pomadas mágicas, pociones extrañas, mieles exóticas y líquidos del pantano escondido. Nada pudo, incluso cuando estas se pusieron anillos, piercing, brazaletes, pulseras, guantes, uñas postizas, argollas, tatuajes y otros adminículos que debían tapar, disimular o simplemente desviar la atención de la atenta vista del inquisidor hombre en busca de copular con una mujer dispuesta a la cópula y que ¡¡¡por favor!!!! las apariencias sí, engañaran.
Sus manos eran nudosas, uñas largas; tanto que eran increíbles. Claro, increíbles porque eran postizas y eso quería decir que la vanidad venía acompañando las manos, ocultando algo más. Algunas pequeñas máculas aquí y otras allá, una mínima herida disimulada con maquillaje, un buen desarrollo muscular…no era ejecutiva, no era niña de colegio internado; había tenido que ganarse el pan desde corta edad y no lo quería decir, se avergonzaba de su origen y eso es malo para comenzar.
La boca es el otro punto. Me dice muchísimo de la persona. Tengo mis propias conclusiones y no tengo ninguna pretensión de ser socio del Dr. Carl Lightman, el personaje de la serie televisiva Lie To Me (Miénteme), pero creo en mis aciertos; por ejemplo una boca con las comisuras hacia abajo me indica una persona que no se ríe con facilidad ni tiene mucho sentido del humor; una boca de labios finos es de una persona poco sensual, mientras que una boca de labios carnosos de aproximadamente un cuarto de pulgada de ancho en la parte de mayor grosor por cada uno es de una mujer sensual.

Si la boca presenta un vello superior casi imperceptible es de una persona normal, pero si hay algo más que eso y lo que ves es casi un bigote turco de la época de las guerras otomanas, ya eso me da a las claras problemas hormonales, que me puede advertir cambios de humor repentinos, fluctuaciones en sus períodos menstruales y otras delicias.
Su boca era un óvalo terminado en dos puntas agudas y cada labio en su parte más gruesa llegaba a la media pulgada. Esta gran boca adornada de un claro bigote que se resistía con uñas y dientes a ser rubio tratando de pasar como una pelusilla, cuando tenía certificado de mostacho, escondía tras sí una bella dentadura equina, blanca, reluciente, resplandeciente, brillante, odontológicamente correcta, pero caballuna.
Imaginaba ser besado y luego al mejor estilo de la Latrodectus Mactans o Viuda Negra, ser devorado en protección de la alimentación de futuras crías. Horrible y a la vez todo acompañado con el tema Love Theme interpretado por Barry White. Patético.
Como dije antes, su vestuario era una avanzada de la moda. Algo que de tardaría en ver hasta llegada la crisis del 2000 en adelante. La combinación de texturas y colores le daba una exuberancia y esnobismo warholiano mezclado con la placidez de las playas de Gauguin y las rastras del jamaiquino Marley. Un verdadero concierto inimitable para una treintañera que pisaba con seguridad los casi veinte. Solía colocarse un turbante de lana multicolor que le hacía muy mona contrastando con su rubia cabellera y sus tremendos ojos esmeraldinos; pero observador nato como soy, el accesorio de la cabeza no terminaba de parecer a lo que quería e intrigado no paré hasta averiguar que en realidad se trataba de la manga cortada de un jersey y que hábilmente enroscaba para que se pareciese a ese amasijo lanudo de colores del arco iris. Muy ingenioso para quién proponía un reciclaje en una época que no se conocía tal cosa.
Su torso llevaba en verano un par de camisetas, una de mangas cortas y otra de tiras de modo que no se podía decir que no usara las de tiras propias de la canícula, pero por otro lado su blanco cuerpo nunca tocado por el sol, vaya a saber de donde procedía su heliofobia, estaba los suficientemente cubierto como para salir a la calle. En invierno, imagino que un encuentro fugaz y amoroso, debería ser todo un juego de habilidades manuales para poder descubrir las zonas erógenas detrás de las capas y capas que ponía sobre sí. Con esto quiero dar una idea clara sin entrar a contar una a una las camisetas, blusas, camisolines, jersey, chaqueta, abrigo, medios jerséis, bufandas de otras partes de vestidos y demás cosas indecibles o indescifrables.

De la cintura para abajo pantalones o faldas largas, jamás una pierna al aire y nunca un mini short o de esas minúsculas tapaculos que solían colocarse con las obligatorias medias y bragas todo en uno sola prenda. Creo que ella llevaba de estas últimas, más el pantalón y la falda.
Sobre todo esto no faltaban los collares de semillas o cosas raras que tampoco se podía saber de su procedencia, solo que eran cosas y con eso es ya mucho como definición.

Era la costumbre; llegaba el viernes y tal como lo instruía a través de sus discos los hermanos Gibbs y lo bailaba el imberbe Jhon Travolta en Saturday Night Fever, no se podía llegar al sábado y no contar con la presencia de la fémina con la que irrumpir en la pista de Krakatoa o de Krajos las dos discos del pueblo, la búsqueda era despiadada. Caso contrario uno era expulsado sin honores de la asociación de machos en celo que se autodenominaban “la barra”.
Esta institución de grandes ideas y bolsillos flacos, que era capaz de hazañas como la de pasarse una tarde entera en la mesa de un bar con un café y cinco integrantes de ella a su alrededor, sin que el camarero les molestase; o de ponerse a bailar al mejor estilo Zorba el Griego en medio de la calle principal y de paso llevarse un par de sillas de uno de los bares para dejarlo dos calles abajo, por el solo hecho de molestar. Estos que eran todos hijos de prominentes vecinos y reconocidos apellidos del pueblo, aceptados en la sociedad crecían entre travesura y travesura para que al ser grandes nadie se olvidase que es necesario ser feliz y alegre alguna vez en la vida.
Y entre una y otra, había llegado el fatídico viernes, todo estaba en su lugar, menos quién debía ser la compañía de la noche; con quién se debería terminar a los manotazos en el rincón más oscuro de la disco, enchastrado de rímel y pintalabios, despeinado y con una empalmadura que no se solucionaría tan fácilmente; ni recurriendo a antiguas prácticas manuales.
La hora avanzaba sobre la tarde y en el horizonte no se veía más que el polvo que levantaba el viento de la soledad veraniega. Lo que se dice nada.
¿Y Stella? Porque así se llamaba.
A esa hora seguramente estaría ajustando alguna uña de sus manos o inventando un nuevo look reciclando un viejo Far West que hubo de cruzar con un Levi’s y del que supo salir un engendro a cuadros.
Revisé por las dudas la lista, no fuera que hubiese otra alternativa y me apresurara sin estudiar todo minuciosamente.
No, decididamente  no quedaba más que Stella.
Fui a su casa y con la razón más estúpida que se le puede ocurrir a un tío como yo, le propuse salir esa noche de viernes, previo para hacer la segunda el sábado a todas luces.
Comenzaríamos por algo ligerito en la Lomoteka o en Miosotys y luego a Krakatoa.
Para el sábado el lugar era más prometedor, la cita era en Horus y luego directo a Krajos, ambos de mayor categoría y de adultos; la cosa era de lanzarse a la profundidad, nada de andar nadando en la zona de los peques.
En un principio puso reparos a mi propuesta de un fin de semana bailable; primero porque llegaba su prima de otro pueblo, después que estaba cansada, por último como no le quedaban muchas ideas, aceptó.
Quedamos a las ocho de la noche en Miosotys, un pequeño bar un tanto alejado de la disco que daba para ir caminando y de paso aproximar elementos de coincidencias, aquellos que hacen que las primeras horas de la noche no sean pesadas y se pueda pasar de la zona de los éxitos bailables a los lentos. Allí donde sobran las palabras y faltan manos.
El código en la barra era que si bien cada uno iba con lo que pescaba, todos estábamos a tiro de piedra uno de otro para evaluar la pieza que había cazado y luego hacer el correspondiente parte de inspección en la mesa del bar a las seis o siete de la mañana, antes de acostarnos como corresponde a esa edad y en un sábado.

Ocho y media pasada, como le es correcto a su género, llegó tarde.
Vestía como lo esperaba, no me asombró y menos aún que en esos momentos se oía a Quique Villanueva desafinar una canción espeluznante y veraniega.
Pantalón cobre brillante acampanado, faja araucana anudada al frente, camisa con camiseta debajo, jersey de mil colores y mangas anchas, con escote muy amplio. Sobre eso un abrigo ligero blanco con flecos y una cosa o bufanda que no puedo describir, ni aún a la distancia que impone el tiempo.
Me encogí apenas de hombros, dije un: vale - muy por dentro, tragué y sonreí. Tenía compañía este fin de semana.
Le di un suave beso en la mejilla y vino a mi memoria de inmediato aquellos días de crudo invierno con escarchas en las calles, cuando mi madre me llevaba al colegio abrigadísimo de gorro y orejeras, pero antes de salir me pasaba por los labios una barrita de glicerina o manteca de cacao para que no se agrietaran por el intenso frío. El maquillaje me supo a eso y me dije, al menos esta noche no se me agrieta la boca.
Bebimos un trago con unas patatas fritas y otras pavadas. Al salir me tomó abrazando el brazo y su mano apretó la mía, sus uñas de gata sin tejado caliente rozaron mi piel y aseguro que fue mi primera sangre.
Algo hizo que ardiera y no era mi corazón.
El primer tiempo en la disco fue como siempre, su abrigo quedó en el guardarropas y el resto de lo blanco deslumbraba con cada haz de la luz negra que se retorcía por entre los que bailábamos. Un par de copas, ella solo quiso gaseosa y al final de mi segundo whisky con hielo quiso mojarse los labios con el alcohol.
Sin dudas era la más extravagante de la noche, aunque no lucía escote que mostraba medio pecho o una mini que dejaba el culo al aire, su vestimenta estaba entre el hazmerreír y el asombroso modelo de vanguardia.
Además en el baile no era para nada mala bailarina.
Justo después de cambiar de trago y haber pedido mi preferida, el vodka con  un chorrillo de naranja, la música rotó a los lentos. Y el primero fue “Coming around again” por  Carly Simon y los cuerpos se acercaron lentamente, sus pechos contra el mío, sus brazos rodearon mi cuello y los míos su cintura, su rostro se recostó contra mi hombro y pude oler la mezcla exageradamente dulce, empalagosa, de sus cremas, la sombra de sus párpados, el rímel, el pintalabios, el desodorante, el perfume de lilas, el jabón de la ropa, el pegamento de las pestañas postizas, la laca….la laca del cabello, pringosa, que se adhería a todo cuanto tenía puesto y a mi piel. No tuve mejor idea que tratar de hacer una caricia a su descolorida cabellera y fue lo mismo que haber tratado de darle forma a un copo de azúcar; toda mi mano, hasta el último resquicio de mis dedos quedó pegoteada con la laca. Y de allí en más donde apoyaba la mano, arrastraba lo que fuese, el pegote adhería como el cemento de contacto.
En el tercer tema y asqueado de toda la cobertura de la niña, le tome suavemente de la cintura y la llevé a un sillón doble en un rincón oscurecido para que la ocasión la pintaran calva.
La música se endulzaba y creí tener una cita con un tarro de miel y nata montada, desbordante y con abejas incluidas.
Me dije que tal vez un poco de romanticismo erotizado haría que me olvidara del envoltorio y me ocupara del contenido, además de poder limpiar mis manos restregándolas en la tapicería del asiento.
Nos acurrucamos. Soporté sus besos que intentaban absorber hasta el último hálito de vida que tuviese en mi interior y la crasitud del maquillaje con el calor humano de la situación se derretía cual muñeca de cera expuesta al sol. Mil imágenes venían a mi mente que inhibían que la sangre se estacionara donde debía, allí justo donde las piernas se separan.

Busqué la mejor herramienta para concentrarme en la tarea, mis propias manos. Fui recorriendo desde el cuello hacia abajo, primero con el envés de la mano, luego con la palma y al llegar a ese rincón de maravillas que su pantalón guardaba celosamente y a modo de señal para que, como en la piedra que sellaba la cueva de Alí Babá esta se apartara y me dejara entrar, froté mi palma contra………¡¡¡un pene!!!!!!
En mi casa, o mejor dicho la casa de mis padres, pasé largas horas revisando como no me había dado cuenta. Preguntándome cómo; por supuesto no pasé por el bar a dar mi parte a la barra.
Y una pregunta más, ¿Usted lector, tampoco se había dado cuenta?
Bueno al menos somos dos.      

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